José Antonio era alto, guapo, moreno y con la mirada profunda que le confería el
ser un jurista de primera calidad, condición aplicable a su carácter
como persona. Ciertamente, pertenecía a eso que llamamos aristocracia.
Pero jamás fue un aristócrata altivo y clasista. Fue un aristócrata
sencillo, un aristócrata “popular”, entendiendo el término como un
hombre rico que se preocupaba por las clases populares. En vez de
dedicarse a derrochar su fortuna en orgiásticas experiencias o en
holgazanear, decidió dedicarse por entero a España y a los españoles. En
ello invirtió largas y pesadas horas, comiéndose la cabeza para
encontrar la fórmula secreta que sedujera a esas clases españolas,
proletariado, burguesía y aristocracia, en las que él depositaba las
esperanzas para construir la España una, grande y libre que figuraba en
la cosmovisión falangista.
En el preciso momento en que José Antonio miraba su reloj eran las
tres de la madrugada del 20 de noviembre de 1936. En breves horas sería
ejecutado. El sueño de ver a su amada España en lo más alto de la
posición mundial se iba a desvanecer. Quizá algún día, allá desde el
Cielo, podría ver resurgir a España. ¡Quién podía saberlo! Las fuerzas
nacionales habían fracasado en Alicante, maldecía. ¿Por qué tenía que
morir? Bueno, pensaba tras la dubitación, era muy lógico que, habiendo
sido asesinados millares de falangistas y de derechistas durante el
decurso de la guerra e incluso antes, cayera ahora él, que era el máximo
dirigente de la fuerza nacional más importante: Falange.
Tomó la Biblia que había en la mesa de su celda, y abrió por una
página al azar. Leyó: “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo”
Hojeó más allá, y se encontró con la sentencia: “Padre, aparta de mí
este cáliz”. José Antonio, que se había mostrado muy entero en la
defensa que hizo de sí mismo y de su hermano, no pudo evitar que una
lágrima empezara a recorrer su mejilla, y exclamó un poco en voz alta:
“Señor, el fin para mí está cerca. Aparta de mí este cáliz. Por favor,
no me abandones”. Se tumbó en la cama y comenzó a escribir en una
arrugada hoja de papel: “Esto toca a su fin. En unas horas estaré ya
junto a Dios y su Juicio. Los ángeles con espadas estarán esperando mi
llegada. Me voy sin jactancia, porque nunca es alegre morir a mi edad,
pero no espero que nadie incurra en dramatizaciones inútiles de mi
muerte. Ahora mismo están luchando por los campos de España miles de
falangistas dispuestos a dar su sangre por la España en la que creen y a
la que yo les acerqué. Es normal, por lo tanto, que yo, que soy el
líder de esos muchachos de corazón ardiente, dé mi sangre por esa España
que yo traté de alcanzar en vida. Espero que las escuadras enteras de
falangistas que añoran la España inmortal sirvan a su nuevo jefe, el
general Francisco Franco, como lo hicieron conmigo. Mi muerte no debe
significar el fin de nuestra lucha, pues mientras haya un solo
falangista en España, nuestro ideal seguirá vivo y en pie. Tengo a mi
lado un crucifijo que espero me ayude a superar el miedo que ahora me
atenaza el corazón. Sé que habrá muchos camaradas, muchos amigos, muchos
familiares que llorarán mi pérdida, pero sólo puedo decirles que no se
preocupen, que en unos años (espero que muchos, porque ellos aún son
útiles en el servicio de la Patria) nos veremos allá arriba, en comunión
con el Altísimo que todo lo puede. Confío en que esta guerra, tan
dolorosa, sirva para expulsar por fin del interior de España a los
diablos marxistas y liberales, que son quienes nos han llevado a esta
situación. Un abrazo para todos aquellos que pusieron su fe ciega en mí y
hasta siempre, José Antonio”.
Ya eran las 5 y media. José Antonio sacó una foto de sus padres que
tenía guardada en la maleta, y besándola con cariño, dijo en voz muy
baja: “En breve nos veremos, papá. Por fin podré darte un beso, mamá. No
sabes lo que he sufrido por tu ausencia”.
A continuación, guardó la foto y sacó una serie de cartas, que iban
dirigidas a sus familiares y amigos. Las dejó sobre la mesa y las releyó
despacio. Las volvió a guardar y las acompañó con una nota que ponía:
“Dar a sus destinatarios”. Se peinó el poco pelo que aún perduraba en su
cabeza, y volvió a recostarse sobre la cama. Rezó en silencio, en una
oración que se prolongó una eternidad. Sabía que era la última vez que
hablaría con Dios antes de verle. La hora había llegado.
La voz del carcelero retumbó por el pasillo donde se apiñaban las celdas:
- José Antonio Primo de Rivera, vístase. Es la hora.
José Antonio se puso, en un silencio conmovedor, las zapatillas, y se
echó uno de sus preciosos abrigos por encima. El carcelero, impaciente
por llevar a cabo la ejecución y poder así echarse a dormir, le espetó:
Vamos, coño, que es para hoy.
La voz de José Antonio sonó serena para decir:
- Como sólo se muere una vez, hay que morir con dignidad.
Una vez que se hubo vestido, José Antonio fue conducido ante la
presencia de su hermano Miguel. José Antonio, con un brillo chispeante
en sus ojos saltones, dijo:
- Hola, Miguel.
- Hola, Jose. Bueno, creo que ha llegado la hora de despedirnos.—le respondió con voz temblorosa Miguel.
- Sí, creo que sí. Os quiero mucho a todos, Miguel. Cuando salgas de
aquí, dale un abrazo muy fuerte a todos nuestros hermanos y un beso a la
tía Ma.
Se lo daré de tu parte. Te quiero mucho, hermano—dijo Miguel con unas lágrimas aflorando en su rostro.
- Help me die with dignity—susurró José Antonio con su persistente brillo en los ojos y una tenue flacidez en el semblante.
- José Antonio, ruega por nosotros.
La voz bronca del carcelero interrumpió a los dos hermanos: “Vamos, deprisa, ya es hora”
José Antonio, que en ese momento estaba abrazándose postreramente a
su hermano, fue cogido por la espalda por el carcelero y otro colega.
Cuando se lo llevaban, espetó:
Miguel, España no se rendirá. ¡¡Arriba España!!
¡¡Arriba España siempre, José Antonio!!—respondió Miguel conmocionado.
José Antonio, en el pasillo, no pudo reprimirse, y con serenidad, les
dijo a los guardianes una frase que ya había pronunciado en uno de sus
juicios:
- ¡Qué equivocados estáis! Vais a fusilarme a mí, que venía en vuestro amparo.
Llegaron al patio de la cárcel. Se oían ruidos de pistolas y de
granadas, olía a pólvora. José Antonio fue llevado junto a cinco
personas más, tres falangistas y dos carlistas, a un rincón de la
prisión. Los jóvenes falangistas quedaron impresionados al ver a su
líder, allí, con su imponente abrigo, sereno, incluso con un ademán
sonriente en el rostro al ver allí a sus muchachos. José Antonio, en
última instancia, dijo a aquellos que se disponían a llevárselo para
siempre:
- Yo no soy vuestro enemigo. Yo soy vuestra ayuda. No tenéis que
fusilarme a mí, sino a vuestros jefes. Ellos no hacen nada por vosotros.
Son sólo embusteros.
Los miembros del pelotón de fusilamiento hicieron caso omiso de las
palabras de José Antonio. Éste, consciente de que era inútil cualquier
intento de avenirse a razones con aquellos, les espetó:
- ¿Son ustedes buenos tiradores?
Los otros contestaron afirmativamente. José Antonio, cuyo abrigo le
había pedido el carcelero como regalo, tomó su abrigo y lo arrojó con
fuerza hacia el carcelero. A continuación, apretó con fuerza el
crucifijo que llevaba en su mano izquierda. La descarga de los doce
miembros del pelotón, seis anarquistas de la FAI y seis comunistas, sonó
atronadora. José Antonio, en trance de muerte, exclamó antes de caer al
suelo fulminado por las balas, con el brazo derecho en alto:
¡¡¡Arriba España!!!
Todo había terminado. José Antonio yacía ensangrentado en el suelo.
Su corazón español había sido fulminado por la acción asesina de las
balas. Uno de los cerebros más privilegiados de Europa, en palabras de
don Miguel de Unamuno, había muerto. Pero su asesinato no fue en vano.
Su generosa sangre regó los destinos de España durante los cuarenta años
siguientes, un periodo en el que España volvió a ser Una, Grande y
Libre.
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